viernes, 18 de diciembre de 2015

Mirar con los ojos de la otra




Que alguien te preste sus ojos para mirar a través de ellos, no tiene precio.
Es un acto de generosidad solo al alcance de los más grandes.

El jueves 18 de diciembre, en la población Alberto Hurtado, a las afueras de Santiago, viví uno de esos momentos especiales que llegan de puntillas, sin anunciarse como un gran evento ni como el momento que te cambiará la vida. Pero que quizás sea uno de los que lo acabe haciendo.

Un grupo de mujeres me prestaron sus ojos.
Eva, Laurita y Marta.
Y pude intuir el abismo que se abre cuando la violencia se instala sobre ti como una segunda piel: tu padre te pega, tu marido te pega, tu hijo te pega. O te insulta, te denigra, te chantajea, te viola.
Y así pasan los días y las noches. Y así pasan los meses y los años.
Y así se te pasa la vida, creyendo que no hay otra, que no mereces otra.

Juntas vimos el corto El orden de las cosas (2010), sobre la violencia de género y familiar. Guiadas por unos amigos -pedagogos y trabajadores sociales que forman la corporación DITY- participamos en una dinámica de grupos. Yo no sabía quienes eran aquellas mujeres -más allá de lo obvio: eran chilenas, mayores que yo, de población desfavorecida...- y ellas tampoco quién era yo. Pero cuando nos despedimos nos deseamos con sinceridad volver a encontrarnos.

Ví el corto con mis ojos de  mujer profesional, europea, de clase media. Y desde mi vida de hija y hermana querida, de compañera y amiga respetada, de pareja amada... lo analicé.
Pero fue gracias a que ellas me dejaron mirar de nuevo con sus ojos, que sentí de una manera remota pero real el dolor, el miedo, el asco, la desesperación, la angustia que se vive cuando eres tú la que está bajo los palos. Y el orgullo fiero que se siente cuando una consigue liberarse de ellos, aunque las cicatrices siempre queden. 

Fue maravilloso descubrir que, aún así, hay días que los maltratadores no consiguen llenarlos de nubes. En medio de tanta basura, estas mujeres han sido capaces de plantar y cuidar flores. Una hablaba de su casa, que ha ido construyendo y decorando con mimo; otra de los hijos y los nietos; otra de las amigas de gimnasia y de los tapices que borda... 
Reímos y lloramos juntas durante dos horas.

Si dijera que ya sé de que va esto, mentiría.
Lo que sí sé es que yo podría ser ellas y ellas yo, si el destino se hubiera desplazado unos grados de latitud norte más o menos. Porque nada nos diferencia aunque en realidad vivamos vidas tan diferentes. 

Al salir de allí, recordé a mi padre y a mis abuelos, que murieron hace muchos años. Recordé a todos los hombres que han estado de una u otra manera en mi vida. En todo el cariño que recibí, que recibo, de ellos, en forma de caricias, de palabras de admiración o de ánimo, de besos, de gestos de respeto... Y en todas las caricias, palabras, besos y gestos que yo les he dado.
 Y me quedé sin saber qué pensar. Hasta ahora.




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