viernes, 27 de noviembre de 2015

Y tú, a qué Dios le rezas?


¿Está usted bautizado?
Ojos de sorpresa. 
Muchas personas, no entienden a qué me refiero. ¿Bautizado? ¿Bautismo? No saben.
Sigo intentándolo.

¿Es usted católico? 
Verá, mi mamá es católica. Me bautizó el padre de mi pueblo. Mi papá no creía en nada así que nunca se hablaba de eso en la casa. Pero a mi me gustan los evangélicos. ¿Qué soy señorita cree usted? ¿Qué pongo?
¿A qué templo o iglesia va?
¡Quite! A ninguno. No me van. Nunca.

¿Es usted católico, protestante, evangélico, metodista, anglicano, adventista, mormón, anglicano, episcopaliano?
No señorita. Yo es que soy cristiano.

¿Cuál es su religión?
Yo, de todas. Religión universal. Me gustan los curas, a veces escucho a los pastores o si hace falta, a uno de los musulmanes pues también. O a usted. 
¿A mí? ¡Lo que me faltaba! -digo yo- subirme a un púlpito. ¿Qué le voy a decir?
Todos tenemos algo bonito que decir -responde-.

Vous êtes adventiste? Protestant?
Je suis pancreiste.
Y no encuentro pestaña para eso.

¿Está usted bautizado?
No lo sé. Yo no estaba. Mi mamá es quien estaba y está muerta.

¿Que si creo en Dios, dice? ¿Y él en mi? Pues estamos iguales.


Perdone, ¿puedo hacerle una pregunta? -me dice una venezolana evangélica.
Claro, faltaría más. Yo soy católica.
No era esa la pregunta -responde.
Perdone, pregunte, pregunte...
No le gusta hacer estas preguntas, ¿verdad? si estoy bautizada, si cual es mi religión, si he recibido los sacramentos, si voy a la iglesia y cuántas veces...
¿Cómo lo sabe?
Ha dejado de mirarme a la cara.


¡Cuánta razón! 
¿Pueden tres preguntas y nueve pestañas recoger la espiritualidad de un continente? ¿De una persona?
¿Puede ser alguien clasificado por género, nacionalidad y creencias?
¿Una religión es como un número de pasaporte? ¿Cómo la dirección de una calle?


Y si así fuera, ¿quién soy yo para preguntárselo a alguien que llega hasta mi mesa pidiendo ayuda?

Las caras de América mienten



De lunes a viernes, de 9 a 13.30 horas, veo pasar a las caras de América Latina. 
Se sientan en mi mesa, frente a mí, y responden a mil y una preguntas que les voy haciendo: su número de pasaporte, cuándo entraron en Chile, cuándo se acabó su permiso para estar aquí, cuántos hijos tienen, si viven aquí con ellos o no, si acabaron la escuela primaria o la secundaria, cómo se han ganado la vida...

No son personas completas: no veo sus cuerpos, ni sus ropas, ni sus gestos. Solo sus bustos, como estatuas. No tengo contexto, ni detalles, ni preguntas improvisadas. No acepto sus respuestas sino tienen que ver con mis cuestiones. 

Solo son una cara acompañada de un pasaporte, de un RUT o de una desvencijada cédula de identidad expedida en los rincones más inverosímiles de este continente. De las playas de Haití a los Andes peruanos, de las selvas de Guatemala a la pampa Argentina.  Crecidos al amparo del café colombiano o del petróleo venezolano. Algunos pasaportes llevan tantos sellos para tan pocas páginas que uno ni sabe. El otro día, un chico de 21 años de Ecuador, ya había pasado por aduanas españolas, argentinas, colombianas y chilenas, siempre tras un futuro esquivo. Mis ojos se perdían entre tantos sellos de entrada, salida, multas... Era difícil seguir el camino de una vida tan breve, con hijos vivos, con padres muertos.

Cada apartado y sus respuestas, tiene su propia historia. 
Ésta de hoy habla sobre las caras, sobre lo que dicen, lo que enseñan y lo que esconden.

Después del nombre, lo primero que les pregunto es el día, el mes y el año en que nacieron. 
Ideé un pequeño juego: antes de que respondan, trato de adivinar su edad para mí, en silencio. Los dedos preparados sobre el teclado, mis ojos mirándoles con una amable interrogación y ellos hablan... 23 de julio de 1987, 4 de enero de 1992, 11 de febrero de 1978...

Mis caras mienten. Mienten mucho. Mienten más que hablan.
Ninguna tiene la edad que dicen los papeles.
Según los pasaportes, la América que emigra es joven. En Chile, la edad media son 34.
Según mis ojos, todos son mayores que yo. Tengo 44. 

El sol, el aire, el frío, el hambre, el alcohol.
Las arrugas, las manchas, las cicatrices, las ojeras.
La resignación, la desesperanza, el miedo, el dolor, la decepción. 
....

La primera semana perdí todas las partidas de mi juego: por sorpresa.
La segunda semana perdí todas: por vanidad. 
La tercera semana ya no quiero jugar: por pena.


Mi cara miente. Miente mucho. Miente más que habla.
Eso pensarían ellos si pudieran leer mi pasaporte.
8 de julio de 1971.





miércoles, 18 de noviembre de 2015

Lugares sagrados





Lugares que forman parte de nuestra memoria.
Lugares en los que se nos quedó un jirón perdido de alma, el perfume de una emoción.
Lugares a los que regresamos una y otra vez, cuando llueve o cuando truena. 
Todos tenemos uno, dos o tres. O mil.

Nos acogen, nos construyen, nos definen, nos protegen, nos alegran, nos enseñan.
Quizás regresamos a ellos constantemente. Quizás, cuando lo hacemos, nos han pasado tantos años... y sin embargo, nunca los encontramos con telarañas ni olor a humedad.
Brillan como el primer día, como aquel instante en que se convirtieron en lugares sagrados para nosotros. 

Son reales. Tangibles. 
Son de todos pero son solo nuestros. Porque solo nosotros conocemos el abracadabra que los convierte en mágicos: la primera cita que fue definitiva con los años, el libro que nos cambió la vida, la mejor amiga que reencontramos, la conversación con un desconocido que nos llevó a un viaje, el hermano que nos abrazó...

Hoy es lunes. Mi primer lunes en Santiago de Chile. 
Pero mi espíritu es de viernes tarde.
He madrugado y, dando una vuelta sin una dirección demasiado concreta, he tropezado con un parque. Y en el parque, un café literario. 
Nada más verlo, con sus cristaleras, sus libros y revistas, sus butacas y el silencio que reinaba.... lo he sabido: quería que mi primer té en la ciudad fuera ahí. 
Me he sentado tras el gran ventanal, mirando un estanque rodeado de árboles, con una revista en la mano que no he llegado a abrir. Así he pasado casi una hora, degustando el tiempo. 

Ese momento, ese lugar -por otro lado, y como veis por la foto, de lo más normal. ¡seguro que habéis visto cientos como él!- han entrado en mi memoria asociados a una idea: ¡estoy de excedencia por un año! ha quedado asociado a un sentimiento demasiado grande para un sitio tan pequeño: ¡soy libre!

Es mi primer café en Santiago de Chile. Es mi primera biblioteca.
Es, sin duda, mi primer lugar sagrado en Santiago de Chile.