jueves, 11 de febrero de 2016

Fundación mítica de Buenos Aires, según Borges




Borges vivió en la calle Serrano (que hoy lleva su nombre y no ése, en el corazón de Palermo, Buenos Aires) durante parte de su infancia y juventud en una casa de la que ya solo queda el solar y una placa que lo atestigua, Sin embargo, unos pasos más allá, desde el chaflán, el almacén rosado mantiene la memoría del maestro, recogida en este poema sobre la fundación de su amada ciudad. Si el almacén desaparece (de hecho, ya es un bar para turistas pero el dueño ha mantenido la estética antigua), el poema será una quimera. 
Dicen que el que hoy es un barrio de clase media algo hippy y moderno, estaba entonces tomado por las timbas, los improvisados tangos, la ley del gaucho. 

En silencio, frente al almacén y releyendo este poema, me pareció que podía ser real. Como si mirara por una cerradura en el tiempo, creí descubrir al niño jorge luis sentado en su portal, imaginando esta historia de su barrio y de su ciudad. 
¿Me vería él a mí, mirando por la misma cerradura?

¿Y fue por este río de sueñera y de barro 

que las proas vinieron a fundarme la patria? 
Irían a los tumbos los barquitos pintados 
entre los camalotes de la corriente zaina. 

Pensando bien la cosa, supondremos que el río 
era azulejo entonces como oriundo del cielo 
con su estrellita roja para marcar el sitio 
en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron. 

Lo cierto es que mil hombres y otros mil arribaron 
por un mar que tenía cinco lunas de anchura 
y aún estaba poblado de sirenas y endriagos 
y de piedras imanes que enloquecen la brújula. 

Prendieron unos ranchos trémulos en la costa, 
durmieron extrañados. Dicen que en el Riachuelo, 
pero son embelecos fraguados en la Boca. 
Fue una manzana entera y en mi barrio: en Palermo. 

Una manzana entera pero en mitá del campo 
presenciada de auroras y lluvias y sudestadas. 
La manzana pareja que persiste en mi barrio: 
Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga. 

Un almacén rosado como revés de naipe 
brilló y en la trastienda conversaron un truco; 
el almacén rosado floreció en un compadre, 
ya patrón de la esquina, ya resentido y duro. 

El primer organito salvaba el horizonte 
con su achacoso porte, su habanera y su gringo. 
El corralón seguro ya opinaba Yrigoyen, 
algún piano mandaba tangos de Saborido. 

Una cigarrería sahumó como una rosa 
el desierto. La tarde se había ahondado en ayeres, 
los hombres compartieron un pasado ilusorio. 
Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente. 

A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires: 
La juzgo tan eterna como el agua y el aire.

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