martes, 16 de febrero de 2016

Cuando el sol vive atrapado en la piel



"Nadie puede librar a los hombres del dolor, pero le será perdonado a aquel que haga renacer en ellos el valor para soportarlo" dijo Selma Lagerlöf. Si Selma hubiera venido conmigo a Casa Abierta, hubiera estado de acuerdo en otorgar ese honor a los niños que allí viven, a sus familias y a sus educadores. Ellos son los que padecen el dolor pero también son los valientes que, a golpe de risas y juegos, salen adelante. Juntos. 

Pero Selma, la primera mujer que ganó el Premio Nobel (1909), no conocerá el hospital de niños quemados Coaniquem en Santiago de Chile. No se cruzará por los pasillos con Gabriel, que con dos años soporta días de encierro, entre operación y operación, para tratar de salvar su bracito. Corre de un lado a otro, seguido por un padre atento hasta de su sombra, tratando de saltar, esconderse, alcanzar todos los objetos. No recuerda que se quemó con agua hirviendo, que vive lejos de su mamá, que está malito... Solo nosotros, 'los normales' 'los adultos', vivimos con el miedo en el cuerpo.

Ni conocerá a Paz, que tiene 16 años, y deja que su melena caiga siempre por el lado derecho de su cara, para que le cubra el cuello completamente quemado. Tiene joroba porque la piel, quemada desde el hombro, no crece. Le hacen injertos para salvar esa piel pero también sus huesos y músculos que se deforman. Ella le explica a Erick lo que le espera. Comparten quemadura pero le lleva un par de años de ventaja en este camino de injertos, pastillas, terapias, intervenciones quirúrgicas... "Te dirán que no duele. No les creas. Duele mucho. Pero no pasa nada. Se va" oí que le decía una mañana. Mentiras las justas entre los supervivientes.



El veterano es Gonzalo, con 22 años. Trabaja en una obra. O mejor dicho trabajaba. Allí se destrozó el brazo con una máquina. Hoy, cuando el dolor se lo permite, juega a la wii con los medianos, tratando de desandar horas, días, semanas... esperando recuperar su vida. 

El agua hirviendo, el horno, una estufa vieja, el fuego, los petardos, enchufes y cables, niños que quedan solos porque la mamá ha de irse a trabajar... en los más de 20 años que esta institución existe, las historias se repiten aunque el nombre y la cara sean siempre diferentes. Muchas veces, estirando el hilo del ovillo de estos expedientes, se llega a la pobreza, al maltrato, al abandono,a la falta de formación. No siempre pero casi siempre.


Coaniquem es un pequeño universo, un universo lleno de risas y color a pesar de que se encuentra en guerra permanente. La vanguardia de las fuerzas de élite son los médicos y enfermeras que luchan en los consultorios y los quirófanos. Tan clara tienen su misión que me contaron que el cirujano jefe, un veterano con toneladas de experiencia a su espalda, siempre consulta a sus pequeños pacientes si quieren o no ser operados. Y en caso de que no quieran, no pasa nada. Y si quieren, les pregunta por donde prefieren empezar. Aquí no se viene nunca por una vez. Aquí no hay remedios mágicos: una pastilla, un jarabe, un yeso. Una niña que empezó a venir cuando tenía siete años y ahora empieza el primer curso en la universidad, está a punto de recibir el alta... casi definitiva.

Su piel, el traje que recubre su corazón y su alma, está maltrecha. Después de las operaciones y los tratamientos, los peques pasan por las modistas. En un taller, que a mi me pareció más bonito y brillante que cualquier atelier de París, un grupo de mujeres prepara trajes a medida. "Un par de mudas por niño. Sin costuras. Personales". Hay cuatro tipos de telas y una de ellas se la hacen traer de un taller de Mataró. "Cerca de su casa, ¿no? Son los mejores. Nada igual" y me lleno de orgullo al escucharlas mientras observo las cortinas de Peppa Pigg, las sábanas de Cars, los catálogos de disfraces de Frozzen... "Tienen que venir aquí contentos. Tenemos que conseguir que les gusten sus ropas" me comenta una de ellas mientras me enseña un muestrario de colores que van del clásico carne al verde fosforito. Los pequeños eligen y las manos de estas hadas madrinas cosen y cosen una nueva piel que proteja a sus amigos. Una pierna, una gorra, un guante, un calcetín, una camiseta, una malla, un traje completo... "Las máscaras, para los que no tienen cara, se hacen en otro sitio". Y yo no tengo fuerza de preguntar donde.

 

Días y días de tratamientos. Psicólogos, terapeutas, fisioterapeutas... Cada uno tiene su trabajo, su espacio, sus herramientas.

     


Para los que son de lejos, Casa Abierta es un pequeño hogar en el que conviven estos pacientes con sus familiares. Para los que tienen que pasar meses aquí, una escuela con un equipo de maestros. Currículum oficial. Para los fines de semana, una ludoteca con educadores pendientes de inventar actividades y juegos.



 





Porque hay vidas y vidas.
Porque no todos los niños pueden dormir cada noche en su cama ni ir a la escuela de su barrio. Porque hay pieles para las que la costura de una camiseta puede ser un arma mortífera y un rayo de sol, enemigo mortal. Porque algunos en vez de canchas de fútbol visitan quirófanos, en vez de correr por el parque juegan tumbados en una cama, porque en vez de crecer con sus hermanos lo hacen con desconocidos.

Porque a pesar de todo, y sobre todo, todas esas vidas pueden estar llenas de risas y luz. Porque, como bien saben Freddy, Emilio, Franco, Alejandro, Ana... aunque sea despacio, con muletas, a rastras, vivir siempre vale la pena.











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