viernes, 27 de noviembre de 2015

Las caras de América mienten



De lunes a viernes, de 9 a 13.30 horas, veo pasar a las caras de América Latina. 
Se sientan en mi mesa, frente a mí, y responden a mil y una preguntas que les voy haciendo: su número de pasaporte, cuándo entraron en Chile, cuándo se acabó su permiso para estar aquí, cuántos hijos tienen, si viven aquí con ellos o no, si acabaron la escuela primaria o la secundaria, cómo se han ganado la vida...

No son personas completas: no veo sus cuerpos, ni sus ropas, ni sus gestos. Solo sus bustos, como estatuas. No tengo contexto, ni detalles, ni preguntas improvisadas. No acepto sus respuestas sino tienen que ver con mis cuestiones. 

Solo son una cara acompañada de un pasaporte, de un RUT o de una desvencijada cédula de identidad expedida en los rincones más inverosímiles de este continente. De las playas de Haití a los Andes peruanos, de las selvas de Guatemala a la pampa Argentina.  Crecidos al amparo del café colombiano o del petróleo venezolano. Algunos pasaportes llevan tantos sellos para tan pocas páginas que uno ni sabe. El otro día, un chico de 21 años de Ecuador, ya había pasado por aduanas españolas, argentinas, colombianas y chilenas, siempre tras un futuro esquivo. Mis ojos se perdían entre tantos sellos de entrada, salida, multas... Era difícil seguir el camino de una vida tan breve, con hijos vivos, con padres muertos.

Cada apartado y sus respuestas, tiene su propia historia. 
Ésta de hoy habla sobre las caras, sobre lo que dicen, lo que enseñan y lo que esconden.

Después del nombre, lo primero que les pregunto es el día, el mes y el año en que nacieron. 
Ideé un pequeño juego: antes de que respondan, trato de adivinar su edad para mí, en silencio. Los dedos preparados sobre el teclado, mis ojos mirándoles con una amable interrogación y ellos hablan... 23 de julio de 1987, 4 de enero de 1992, 11 de febrero de 1978...

Mis caras mienten. Mienten mucho. Mienten más que hablan.
Ninguna tiene la edad que dicen los papeles.
Según los pasaportes, la América que emigra es joven. En Chile, la edad media son 34.
Según mis ojos, todos son mayores que yo. Tengo 44. 

El sol, el aire, el frío, el hambre, el alcohol.
Las arrugas, las manchas, las cicatrices, las ojeras.
La resignación, la desesperanza, el miedo, el dolor, la decepción. 
....

La primera semana perdí todas las partidas de mi juego: por sorpresa.
La segunda semana perdí todas: por vanidad. 
La tercera semana ya no quiero jugar: por pena.


Mi cara miente. Miente mucho. Miente más que habla.
Eso pensarían ellos si pudieran leer mi pasaporte.
8 de julio de 1971.





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